La reinvención del mundo

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En el ‘Tratado del hombre’, Descartes imaginaba el asiento del alma en la glándula pineal. Allí reside el fantasma de lo que somos. Allí, como una diminuta réplica de nosotros, vive el genio que nos maneja. Allí, la sangre se transforma en los intangibles espíritus animales que, acto seguido, discurren por los nervios. Acababa de nacer la hasta cierto punto fatídica dualidad cartesiana entre el cuerpo y lo que no es tal. Acababa de nacer la conciencia moderna.

Pues bien, nada mejor que desempolvar al francés Renato para hablar de Pixar. Y no me pongan esa cara. ‘Del revés’ de Pete Docter, es, por orden: a) la mejor película hasta la fecha de la factoría que revolucionó la animación; b) la más divertida radiografía de lo que puede pasar dentro de la cabeza de un niño momentos antes de que deje de pasar nada (ya saben, la adolescencia) y c) el único tratado posible de fisiología cartesiana a fecha de hoy. ¿Cómo se quedan?

Pete Docter, como ya hiciera en ‘Up’, demuestra que los límites de una pantalla no se encuentra donde acaba la tela blanca. Hay vida más allá y, sobre todo, por detrás. No es tanto animación de lo que hablamos, como del cine fantástico directamente heredero no de ‘Blancanieves’ (que también) sino del propio Méliès.

Sólo la idea de la película, a años luz de cualquier cuento de hadas, a distancia sideral de cualquier punto de la galaxia del entretenimiento, pone en alerta de lo que se pretende. Se trata de duplicar el mundo de un niño en un juego de espejos a un lado y el otro de la pantalla (y de la mente). Y por la pantalla (y la mente) entendemos el límite exacto de la retina. De lo un lado, lo que se ve (lo real); del otro, lo que se siente (lo imaginado), sería la distinción.

Digamos que de la misma manera que ‘Toy story’ o ‘Monster S.A.’ jugaban a hacer convivir dos universos incomunicados (el de los juguetes y la realidad; el de la oscuridad y la luz), ahora la idea es duplicar ese mismo esquema ‘cartesiano’ entre el cuerpo y la mente. Dentro, las pasiones (la alegría, la tristeza, la ira o el miedo) adquieren cada una de ellas el rostro de un personaje; fuera, la niña protagonista hace lo que puede por entender lo que le ocurre. Pero, como decimos, ése es sólo el punto de partida para una exhibición de imaginación, inteligencia y humor pocas veces contemplada.

Si se quiere, la intención es construir un universo nuevo donde antes no había nada. Y así, y en un único trazo, la abstracción adquiere la paleta de colores de la más gráfica y apabullante de las propuestas. Si se mira de cerca, el universo Pixar siempre ha estado (por lo menos es sus mejores trabajos) trabajando en el mismo campo semántico. De alguna manera, su único argumento ha sido siempre el propio cine como espacio de representación. En sus manos, los mundos se duplican de la misma manera que lo hacen en la mirada de cualquier espectador.

Cuando en un momento de ‘Inside out’ los personajes se conviertan en conceptos hasta adquirir la imagen de una línea, hasta el mismo Kandinsky caería rendido. Cuando veamos a los sueños cobrar vida dentro de la cabeza de la protagonista, lo harán transformados en cine; cine dentro del cine que replica la mente como si fuera, en efecto, un cine. El propio Méliès no podría desear mejor laberinto.

El resultado es una película tan perfecta en su derroche de creatividad que, de nuevo, reinventa nuevos límites al universo de la animación y, ya puestos, del cartesianismo. Háganse mirar la glándula pineal, puede ser muy divertido. Por lo demás, no se engañen: la película sigue sin aclarar el misterio de la adolescencia. Ya lo sentimos.

 

 

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