Uruguay 0 – Argentina 0: La victoria es de los valientes

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Foto: Dante Fernandez/Agence France-Presse — Getty Images

Alguien se para y grita: “Oh, tradición, cuántos bodrios se cometen en tu nombre”. Alguien le dice que claro, que la tradición es el recuerdo de lo que ya no será: pura melancolía. Entonces alguien más, casi pragmático, le contesta que la tradición es eso a lo que recurrimos cuando el presente no resulta. No hay partido en América que tenga más tradición que Uruguay-Argentina; 115 años de historia, amor, favores mutuos, odios tempestuosos, aquella final tan memorable.

El famoso estadio Centenario de Montevideo, el reducto yorugua donde se juega este partido, se llama Centenario porque se construyó en 1930, primer centenario de la invención de Uruguay, para el primer mundial de fútbol. Allí se jugó la primera final: Uruguay-Argentina. Cuando terminó el primer tiempo los argentinos ganaban 2 a 1, cómodos, sobrados. Y cuentan las malas lenguas que fue entonces cuando un séquito de uruguayos grandotes visitó su vestuario y les propuso que eligieran: o ganaban o salían vivos del estadio. Los argentinos, prudentes, prefirieron vivir, y el partido terminó 4 a 2 para los uruguayos, primeros campeones del mundo, patoteros perfectos.

Ese fue el principio del mito de la garra charrúa, esa forma de explicar lo inexplicable: que un país con tres millones de habitantes haya ganado dos mundiales y tenga la mayor producción mundial de futbolistas por persona. Ese fue el principio de cierto complejo argentino: pese a haber criado a tres de los cinco grandes jugadores de la historia, nunca está cómodo contra Uruguay.

Hoy, además, era el primer partido oficial de su técnico nuevo, Jorge Sampaoli, y era, además, una urgencia: Argentina necesitaba ganar si quería asegurarse un lugar en el Mundial 2018. Así que su equipo se paró adelantado, con tres defensores, cinco mediocampistas, dos delanteros y Leo Messi. Uruguay, en cambio, se atrincheró en su campo.

Fue la receta perfecta para el bodrio: uno que no podía, otro que no quería. Los argentinos intentaban circular la pelota a un toque, solo que en general le daban dos o tres y, sobre todo, no parecían entender la condición básica de ese tipo de juego: que los jugadores roten, corran, se muevan todo el tiempo para crear los espacios donde esos toques paguen. Así que tocaban y tocaban, generalmente parados, generalmente para atrás, a la espera de que Messi los salvara a todos.

No era fácil: Argentina tenía un mediocampo triste y unos delanteros desconectados, zombis. La mayoría de las pelotas argentinas pasaban por Biglia y se perdían o se atontaban. Que el cinco de Argentina sea Lucas Biglia es otra demostración -junto con la inmortalidad del cangrejo y la Santísima Trinidad- de que los designios del Señor son inescrutables: un país donde sobrevive Fernando Gago no puede hacer eso.

Más adelante, Dybala no sabía dónde ponerse: ni armaba juego ni se acercaba al área; más adelante todavía, Mauro Icardi, solo, triste, contaba musarañas. El nuevo nueve de Argentina tardó años en llegar a la selección porque, hace tres o cuatro, le quitó la esposa modelo -pero no tanto- a su amigo y también jugador Maxi López y el resto de los jugadores le hizo la cruz por traidor y mal amigo. Ahora dicen que lo perdonaron, pero quien sabe no: no le pasaron ni una pelota limpia.

La única opción de ataque argentino eran los pases cruzados profundos de Messi para Di María que quedaba más o menos solo y tiraba un centro a cualquier lado. Lo repitieron tres o cuatro veces: Di María conseguía tirar su centro cada vez peor. La única opción de ataque uruguayo era esperar alguna distracción de los defensas argentinos -las había, por supuesto- para ver si Suárez o Cavani, siempre garra, bruta garra, aprovechaban el barullo.

Casi lo consiguen. Sergio Romero, el arquero argentino, es un milagro -que sea el arquero argentino es un milagro- y a los 37 produjo la jugada más peligrosa del primer tiempo: Rodríguez le pateó de lejos y él dio un rebote tan preciso, justo al medio de su área, ideal para la arremetida de Cavani, que no consiguió terminar de meterla.

Cinco minutos después, el primer encuentro entre los dos que deberían saber, Messi y Dybala, terminó con Messi pateando desde cerca y Muslera, el arquero centenario del Centenario, desviándola apenas. Parecía que el segundo tiempo podía desatarse, traer algo, pero fue un error más. Fueron 45 minutos sin nada que mirar, salvo alguna arremetida de Leo Messi.

Fue más de lo mismo: uno que no podía, otro que no quería. Dicen que la victoria es de los valientes: por eso no fue de ninguno de estos dos. Fue, en síntesis, una clase maestra de fútbol amarrete: terminó con el local tirado atrás para defender el cero a cero, el visitante reteniendo la pelota en la mitad para defender el cero a cero. La defensa fue férrea, y el cero a cero lo logró: nos aburrió a todos, consiguió que cada equipo se llevara un puntito, no condenó a ninguno, dejó las puertas entornadas. La Argentina sigue en zona de repechaje: va a tener que sudar para clasificarse. Y Messi sufre, sufre, sufre.

Messi está por empezar su año definitorio. Es probable que pueda jugar unos años más; es probable que, después de este, ninguno sea importante. Leo Messi es, seguramente, el mejor jugador que pisó nunca una cancha de fútbol; su monumento nunca estará completo si no gana un mundial. Si no gana un mundial, Leo Messi será, curiosamente, un perdedor. Y este, el de Rusia, parece ser su última chance. Primero va a tener que conseguir que su equipo por fin se clasifique; después, quién sabe cómo, va a tener que conseguir que se transforme en un equipo. No un grupo de muchachos que lo miran con los ojos llenos de esperanza. Le espera un trabajo muy difícil; si no fuera porque es Messi parecería imposible.