Costa Rica elige presidente entre el desencanto y el fervor religioso

0
253
Foto: Juan Carlos Ulate / Reuters

 

Costa Rica concluye este domingo la campaña electoral más incierta en setenta años, con una disyuntiva para mantener su bienestar social y su tradición conservadora.

A una semana de los comicios, un 37 por ciento de quienes decían que iban a votar se declaraba indeciso, según una encuesta que publicó la Universidad de Costa Rica (UCR) este miércoles. Cinco de los trece candidatos presidenciales inscritos encabezan las preferencias, pero ninguno llega siquiera a la mitad del 40 por ciento necesario para evitar una segunda ronda en abril.

El dilema central de esta campaña se refleja en la popularidad de dos candidatos exóticos que han sabido explotar el sentimiento popular antipolítico y religioso. Entre los cinco aspirantes en competencia destacan el abogado mediático Juan Diego Castro y el predicador evangélico Fabricio Alvarado, quienes han logrado posicionar una retórica eficaz ante un sector de electores que pide mano dura y profundizar el conservadurismo religioso.

Con sus partidos diminutos, ambos candidatos ponen a prueba la tradición política del país, representada por el gobernante Partido Acción Ciudadana (PAC) y por el Partido Liberación Nacional (PLN) y por Unidad Social Cristiana (PUSC). Los dos últimos se han disputado el poder por décadas hasta 2014, cuando ganó la presidencia el académico de centroizquierda Luis Guillermo Solís.

La victoria de Solís en 2014 fue una apuesta de los costarricenses por un cambio “a la tica”, como llaman aquí a las formas moderadas y conciliatorias. Aunque las altas expectativas en su gestión no se cumplieron, su partido y los dos que han gobernado insisten, desde enfoques distintos, en reforzar el modelo de bienestar igualitario y desarrollo medio (el quinto puesto en América Latina) del que se ufana Costa Rica. Esas condiciones que enorgullecen a los costarricenses ahora están amenazadas por la situación fiscal y la dificultad para cubrir las demandas de una población preocupada por el empleo, el costo de la vida y el deterioro de la seguridad.

Los nuevos actores que han irrumpido en el tablero comparten la defensa del modelo tradicional, pero desde énfasis extremos, como una “democracia sin partidos políticos”, en el caso de Castro, o de priorizar “la defensa de los valores”, como llaman Fabricio Alvarado y otros líderes cristianos a su agenda conservadora.

Su ascenso en las encuestas se atribuye en gran medida a la amplia reacción popular contra un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitido a principios de este año, que obliga al Estado a aprobar el matrimonio entre parejas del mismo sexo y permitir el cambio de género en el registro civil a personas transexuales.

El fallo del 9 de enero, una respuesta a la consulta presentada en 2016 por el gobierno de Costa Rica para avanzar en derechos de las minorías sexuales, parecía ser un golpe a la agenda política de los dirigentes de iglesias cristianas.

Pero, mientras activistas por los derechos LGTBI aún celebraban, en la sociedad se endureció “la defensa de los valores” basados en el catolicismo que profesan siete de cada diez costarricenses, y que la Constitución política establece como religión oficial del Estado, un caso único en el continente.

Sin pretenderlo, la decisión de la Corte provocó un giro violento a la campaña, que hasta entonces gravitaba en torno al desencanto generalizado con la política y el temor de un sector ante el ascenso del discurso autoritario de Juan Diego Castro, quien en diciembre llegó a colocarse en la cima de la intención de voto.

Los partidos pierden terreno

Las fuerzas cristianas se aglutinaron y elevaron repentinamente en las encuestas a Fabricio Alvarado, principal representante de las fuerzas cristianas de poder creciente en alianza con las autoridades del catolicismo en Costa Rica. Un fenómeno que ya es tendencia en América Latina y que ha influido con fuerza en procesos electorales en Brasil, Chile, Colombia y Guatemala.

La semana posterior al fallo de la Corte, miles de seguidores hicieron que se multiplicara por cinco la intención de voto a favor de Alvarado, un exreportero de noticias de crimen en televisión y cantante de música cristiana de 43 años, que llegó a proponer el retiro de Costa Rica de la Corte internacional, cuya sede está aquí, en San José.

Mientras los candidatos Antonio Álvarez (PLN), Rodolfo Piza (PUSC) y el oficialista Carlos Alvarado (único progresista) descendían o se estancaban en las encuestas, Castro (PIN) y Fabricio Alvarado (RN) lograron escalar en modos distintos hasta convertirse en candidatos con posibilidades serias de llegar a una posible segunda vuelta en abril.

La confusión electoral ha sido tal que las principales televisoras se han visto en aprietos para saber a cuántos y cuáles candidatos presidenciales invitar a sus debates. Han dudado en invitar al oficialista Carlos Alvarado, quien recibió durante la campaña una baja intención de voto (cerca del seis por ciento), aunque en el cierre logró entrar en la disputa por una de las dos plazas en una segunda ronda.

El joven candidato oficialista, de 38 años, paga la factura por una gestión de altibajos del gobierno después de las altas expectativas que había generado el triunfo de Luis Guillermo Solís. Ahora el PAC, nacido en el año 2000, también es objeto del descontento popular contra las agrupaciones políticas nuevas o viejas, tradicionales o alternativas, estatistas o promercado.

Antes de la campaña, siete de cada diez costarricenses rechazaban seguir a algún partido político, aunque la confianza en el sistema electoral se mantiene alta. La agrupación más grande en simpatizantes y presencia parlamentaria, PLN, ha sufrido el efecto de manera más grosera.

Lo reconoce su candidato Antonio Álvarez Desanti, un político veterano y rico empresario del sector bananero e inmobiliario que tiene altas posibilidades de pasar a una segunda ronda. Esto a pesar de haber perdido gradualmente la fuerza de inicios de su campaña, a la que entró con sus ideas de “socialdemócrata de empresa privada”, como se autodefine, y el respaldo clave del exmandatario Óscar Arias. Su imagen de hombre cambiante y su falta de carisma le juegan en contra, sobre todo frente a la retórica contundente y emotiva de Castro o del predicador Alvarado.

El “shock religioso”, como lo llamaron investigadores de la Universidad de Costa Rica (UCR), agregó incertidumbre en las previsiones electorales, pero sobre todo modificó los criterios de la discusión política.

Con excepción del representante del oficialismo, los candidatos adaptaron su discurso para atraer el voto conservador. En las entrevistas y debates se redujo el espacio dedicado a los problemas que los costarricenses señalan como principales: el desempleo (estancado en los bordes del 10 por ciento), la inseguridad (con una cifra récord de homicidios en 2017, equivalente a una tasa de 12 por cada 100.000 habitantes) o la corrupción. Esta fue uno de los ejes de la discusión al inicio de la campaña, en octubre, por un caso que reveló una trama de tráfico de influencias vinculada al mercado local del cemento que cruzó a los tres poderes de la República y a varios partidos.

Religión o amenaza fiscal

A Laura Fuentes, doctora en Sociología de la Religión e investigadora de la Universidad Nacional (UNA), no le sorprende el fortalecimiento de las iglesias cristianas en Costa Rica, un fenómeno que “coincide con el desdibujamiento de las identidades políticas o partidarias”.

Fuentes señala que se trata de “la cristalización de tres décadas de trabajo político de iglesias evangélicas, que al principio solo tenían impacto en sus fieles y después fue más allá al aliarse con la Iglesia católica, en una agenda que lleva al ámbito público asuntos de carácter privado, íntimo”.

Para el politólogo Vargas Cullell, director del Programa Estado de la Nación -un proyecto académico que estudia la realidad nacional desde hace veintitrés años-, hay un desfase entre la realidad del país y el debate electoral.

Vargas señala que “el electorado no está presionado por la inflación (2,6 por ciento en 2017), por una crisis económica (crecimiento del PIB superior al tres por ciento) o un desempleo disparado (tasa del nueve por ciento)”. La economía macro no anda mal en el contexto de América Latina. Lo que ocurre, sostiene, “es que el sistema es vulnerable y que sigue pendiente una solución a los regímenes de pensiones deficitarios y el acuerdo político que requiere el país para una reforma fiscal ante un problema serio de solvencia del Estado (déficit superior al seis por ciento del PIB) que puede afectar el empleo, la inversión, la reputación internacional… las tasas de interés”.

En agosto, a causa de la situación fiscal del país -la peor desde 1982-, el presidente Solís hizo pública una alarma por falta de liquidez y dificultad para atender servicios esenciales. En enero la calificadora internacional Fitch Ratings bajó la calificación de riesgo de inversión de Costa Rica. Una semana después, la agencia Bloomberg reportó una caída en el precio de los bonos costarricenses en dólares, como reflejo de la incertidumbre agravada por la “montaña rusa electoral”, en coincidencia con el súbito ascenso del candidato evangélico.

La “fiesta electoral”, como se llamaba hasta hace poco a la campaña en este país de tradición democrática fuerte y vigente, llega a la hora cero inmersa en la incertidumbre por los candidatos que podrían pasar a una segunda ronda muy probable, programada para el 1 de abril.

Esta es la fecha que coincide, por azar, con la celebración en las calles del Domingo de Resurrección, el cierre de la Semana Santa.