Argentina: la crisis que no cesa

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Foto: Juan Ignacio Roncoroni (Efe)

Raúl Alendre volvió anoche a casa con un ojo morado. Nada grave, un accidente en el gimnasio. Alendre empezó a boxear a los 13 años, pero durante la última década aparcó su carrera porque no le hacía falta combatir. Tenía un buen empleo. En diciembre, sin embargo, cerró la fábrica Paquetá de Chivilcoy, una localidad de la pampa bonaerense con 60.000 habitantes, y Alendre, junto a otras 700 personas, entre ellas su esposa, perdió el trabajo. Ahora, con 37 años y 63,5 kilos de peso, necesita volver al cuadrilátero. El próximo día 7 combatirá en Chivilcoy contra un muchacho de la capital y ganará 4.000 pesos, unos 80 euros, por asalto: el objetivo es seguir en pie hasta el final. Si todo sale bien, con dos o tres peleas más podrían tal vez ofrecerle un combate en el extranjero, en Brasil o Uruguay, donde pagan en divisa fuerte y ganaría, quizá, unos miles de dólares.

La factoría de Paquetá fue inaugurada en 2006 y, desde entonces, produjo zapatillas para las marcas Diadora y, sobre todo, Adidas. Fue un proyecto industrial mimado por el entonces presidente Néstor Kirchner. Llegó a tener 1.200 empleados y pagaba buenos sueldos: entre Raúl Alendre y su esposa, Daniela Olmos, juntaban 50.000 pesos mensuales. Unos mil euros. Podían ir al cine con su hija de siete años o comer fuera de vez en cuando, y, sobre todo, pudieron construirse una casita en una calle sin pavimento ni alcantarillado. “Yo solo tengo estudios primarios, soy un peón y nunca soñé con un empleo tan bueno como el que tuve en Paquetá”, explica. “El banco me dio una tarjeta de crédito. ¿Se imagina? ¿Cómo no voy a simpatizar con los Kirchner, si ellos consiguieron traer aquí esa fábrica?”.

La política le dio, la política le quitó. Desde 2016, la política liberalizadora de Mauricio Macri empezó a abrir las fronteras. Se levantaron los controles sobre el cambio de divisas y se redujeron los aranceles. Las zapatillas producidas en Chivilcoy dejaron de ser competitivas frente a las que se importaban desde Brasil o desde los países del sudeste asiático. Paquetá redujo la plantilla progresivamente y, en diciembre pasado, los últimos 700 trabajadores fueron despedidos. Lo de Chivilcoy, Paquetá y Raúl Alendre resume la historia económica de Argentina. El modelo peronista de protección arancelaria y relativo aislamiento frente al modelo liberal, empeñado en integrar por fin al país dentro del comercio planetario. Dos sistemas opuestos y de alternancia traumática. La presidencia de Mauricio Macri ha abierto muchas heridas y su gestión económica ofrece un pobre balance, pero el problema no es de ahora, sino de siempre. Las épocas de bienestar y esperanza concluyen de forma inexorable en crisis y amargura.

El Banco Mundial publicó hace un par de semanas un informe demoledor titulado Hacia el fin de las crisis en Argentina. En él se establece que los argentinos han sufrido 15 recesiones desde 1950. De esos 69 años, 23 registraron crecimiento negativo. El único país con peor registro es la República del Congo, un Estado fallido que lleva décadas en guerra civil intermitente. El Banco Mundial no se pierde en fórmulas amables: “Una de las principales explicaciones del magro desempeño macroeconómico de Argentina es su tendencia a llevar un nivel de vida fuera de su alcance, lo cual impulsa endógenamente sus ciclos de auges y crisis”. Más: “Esta tendencia a gastar por encima de las posibilidades es aún mayor durante las expansiones, con políticas procíclicas que llevan a que el consumo y las inversiones (tanto públicas como privadas) crezcan a un ritmo mayor que los ingresos”.

Divisa volátil

¿El resultado? Una elevada inflación crónica, punteada por ocasionales episodios de hiperinflación y de deflación, y una moneda extremadamente débil. El peso fue la divisa que más se devaluó frente al dólar en 2018. Perdió la mitad de su valor. Con perspectiva histórica, eso parece casi normal. Desde su creación, en 1881, el peso ha perdido 13 ceros frente al dólar. Su valor actual, en términos constantes, supone más o menos una billonésima parte del que tenía 140 años atrás.

El segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner tuvo que encajar una pésima coyuntura internacional, marcada por la gran crisis iniciada en 2008. Su reacción fue típicamente peronista: protegió la industria nacional con aranceles y hacia el final de su presidencia tuvo que apuntalar el peso con el llamado “cepo”, un mecanismo que limitaba de forma severa la compra de dólares. En su libro El ciclo de la ilusión y el desencanto, que repasa las pendulares políticas económicas entre 1881 y 2015, los profesores Pablo Gerchunoff y Lucas Llach concluyen que “el kirchnerismo consiguió llegar a su final sin una explosión crítica como las de los dos grandes desencantos anteriores: la hiperinflación de 1989 y la crisis de 2001. Pero dejaba a sus sucesores una economía que requería correcciones urgentes para evitar esa crisis y salir de un estancamiento que ya llevaba cuatro años largos”.

El sucesor, Mauricio Macri, pecó de arrogancia. Aseguró que acabar con la inflación iba a ser tarea fácil. Con Macri llegó al poder la oligarquía argentina, empeñada en hacer del país “un país normal”. Su gurú electoral, el consultor ecuatoriano Jaime Durán Barba, el hombre que pronosticó la victoria de Donald Trump antes que nadie, insistió una y otra vez en que Macri no debía rodearse de políticos tradicionales. Macri eligió rodearse de ejecutivos del sector privado y antiguos compañeros de su colegio, el selectísimo Newman de Buenos Aires. A uno de ellos, Alfonso Prat-Gay, vástago de una familia terrateniente de Tucumán, le correspondió el delicado Ministerio de Hacienda y Finanzas Públicas. Prat-Gay, hasta cierto punto “político tradicional” porque había sido diputado radical y gobernador del banco central con el kirchnerismo, apostó por un ajuste gradual. Durán Barba y su mejor alumno, el jefe de gabinete (primer ministro) Marcos Peña, partidarios de una rápida revolución política y económica, le detestaron desde el primer momento.

Prat-Gay desmontó el “cepo” cambiario sin demasiado estropicio (la devaluación automática fue de 10 a 14 pesos por dólar) y elaboró un primer presupuesto con recortes relativamente moderados. El déficit presupuestario fue del 3,9% del PIB en 2017, frente a un objetivo del 4,2%, y eso fue saludado casi como una hazaña: el gasto público se había rebajado por primera vez desde 2004, al comienzo del kirchnerismo. Pero Prat-Gay duró apenas un año. Fue reemplazado por Nicolás Dujovne, un economista más dispuesto a “trabajar en equipo”, es decir, a obedecer a Marcos Peña, el ejecutor implacable de Mauricio Macri.

Como la inflación heredada de Cristina Fernández de Kirchner rondaba el 25% (no existían estadísticas fiables) y cubrir el déficit imprimiendo papel moneda habría estimulado la tendencia inflacionista, Macri decidió pedir prestado. En el libro Macri, la historia íntima y secreta de la élite argentina que llegó al poder, la periodista Laura di Marco cita una frase del presidente, pronunciada en 2017: “A modo de evaluación, sigo pensando que fue un tremendo éxito haber evitado la crisis terminal. Sobre todo cuando lo miro en términos de cuánta plata tomamos prestada. Tomamos 47.000, casi 48.000 millones de dólares para pagar todos los vencimientos y desastres que habían dejado estos tipos, con un país quebrado atrás. Entonces digo, a la pelota, qué éxito. Si vos vas al banco en cesación de pagos, sin un mango de reservas, quebrado, y el banco, a pesar de que no le pagaste, te vuelve a prestar 47.000 millones más, es un éxito descomunal”.

Qué tiempos aquellos, los del “éxito descomunal”. En 2017, segundo año del mandato de Macri, Argentina ya mostraba un cuadro macroeconómico alarmante: sus déficits fiscal, comercial y por cuenta corriente estaban entre los más elevados del mundo y el peso, en flotación, no dejaba de devaluarse mientras aumentaba la deuda externa. La catástrofe llegó en abril de 2018, aunque, según admitió a este diario un alto cargo de la Casa Rosada, desde enero el Gobierno era consciente de que la economía iba a despeñarse. Una “corrida cambiaria” en abril y otra en agosto pulverizaron el peso y dispararon la inflación. Hubo que recurrir, de nuevo, al Fondo Monetario Internacional (FMI), que en septiembre concedió a Argentina el mayor préstamo de su historia: 57.000 millones de dólares.

Emisión de deuda

Las cifras son crudas: entre diciembre de 2015, cuando Macri llegó al poder, y 2018, cuando la economía fue intervenida por el FMI, Argentina había sido el mayor emisor mundial de deuda en términos absolutos y había acumulado créditos por casi 143.000 millones de dólares, más de la mitad de los cuales se fugaron al exterior.

Bajo las condiciones impuestas por el FMI, hubo que olvidar el gradualismo e imponer unos recortes brutales que condujeron a la enésima recesión. Contra toda lógica económica, la caída de la actividad no frenó la inflación. Ocurrió lo contrario. Hoy, a menos de cinco meses para las elecciones generales, la inflación acumulada durante el mandato de Mauricio Macri supera el 260% y el peso se ha devaluado un 360% frente al dólar. La construcción, el comercio y la industria, que representan casi la mitad del empleo argentino, han sufrido una caída de actividad cercana al 40% durante los ya once meses de recesión. El poder adquisitivo de los salarios ha bajado casi un 20%. Durán-Barba, el gurú ecuatoriano de Macri, reconoció esta semana al diario brasileño O Globo las dificultades para que el presidente consiga la reelección: “Si la economía estuviese bien, ganaríamos en la primera vuelta con el 60% de los votos. El Gobierno hizo mucho, hizo caminos, obras gigantescas, pero falló en la economía. Pensé que caminaría bien”. Eso mismo pensaron muchos y ahora se sienten defraudados.

Volvamos a Chivilcoy, esa pequeña ciudad a 160 kilómetros de Buenos Aires, para ilustrar las cifras abstractas. La competencia exterior y la recesión provocaron el cierre de Paquetá, que pagaba mensualmente en salarios 13 millones de pesos. Esos 13 millones se gastaban casi íntegramente en Chivilcoy. “Vendo menos”, dice Juan Pissini, propietario de un pequeño comercio de alimentación. “Lo que vendo ahora son cosas básicas, pan, harina, fideos, alguna botella de aceite”, explica. En los negocios de electrodomésticos o automóviles, la caída de las ventas supera el 30%. Y, sin embargo, la auténtica crisis aún no ha llegado. Paquetá pagó indemnizaciones razonables por los despidos. Al peón-boxeador Raúl Alendre le correspondieron 500.000 pesos, de los que le quedan 150.000 (lo mismo que le debe al banco por un préstamo hipotecario) después de haber invertido el resto en obras en su vivienda, para alojar en ella un negocio de ropa que espera abrir dentro de un par de meses. Eso significa que aún se mueve dinero en Chivilcoy.

Despidos

Otro despedido, Lorenzo Lezama, ha dedicado la indemnización a instalar en su casa un pequeño taller de ventanas de aluminio. “De momento, vendo”, comenta. Porque las indemnizaciones han propiciado un efímero instante de riqueza. Pero la inflación, de casi el 50% anual, se come sus beneficios. “Entre el momento en que encargo el material a la fábrica y el momento en que lo instalo, los precios suben y no puedo repercutir el aumento sobre el cliente: tengo que pagarlo de mi bolsillo”, explica. El tallercito de Lezama es un ejemplo de lo que ocurre en miles de pequeñas empresas argentinas.

El Gobierno, sin embargo, cree que va por buen camino. Recibió en diciembre de 2015 una deuda pública que representaba entre el 41% y el 45% del PIB (las estadísticas no eran fiables) y la ha llevado hasta el 97%, si se contabiliza el préstamo del FMI. Ese dato no puede disimularse y pesa sobre cualquier perspectiva de crecimiento. Pero en el Ministerio de Hacienda prefieren resaltar otros datos. Heredaron un gasto público que suponía un 41,5% del PIB y lo han reducido al 37%. La presión fiscal ha bajado del 34% del PIB al 30%, el peso lleva semanas de relativa estabilidad y los altos cargos económicos aventuran que la inflación empieza a ser controlada. Tras el fuerte tirón de marzo, cuando los precios subieron un 4,7%, en abril el aumento se redujo al 3,4%, y para marzo esperan que rebase por muy poco el 3%. El objetivo es llegar a las elecciones con un 2% mensual. Eso supondría una previsión anual de inflación en torno al 24%. Excesiva, en términos objetivos. Aceptable, si se tiene en cuenta que ahora mismo está en el doble.

Néstor Kirchner llegó a la presidencia el 25 de mayo de 2003 con una Argentina en bancarrota tras el colapso de 2001-2002. Y, sin embargo, rápidamente se benefició de un círculo virtuoso: la devaluación había hecho más competitivos los productos argentinos, el desempleo había reducido los salarios reales, la coyuntura internacional mejoraba, las cosechas fueron buenas y el margen de crecimiento se hizo grande. Subieron los salarios, el mercado interno se fortaleció y fue posible crear fábricas como la de Paquetá.

Salvo por la coyuntura internacional, que no se vislumbra espléndida, la situación podría ser similar en los próximos años. Pero hay un grave inconveniente: la devolución del préstamo del FMI. Según las condiciones firmadas en Washington, en 2021 deben devolverse 3.800 millones de dólares; en 2022, 18.500; en 2023, 23.000 millones, y en 2024, 10.100 millones. Los pagos de 2022 y 2023 pueden aplastar cualquier crecimiento en una economía cuyo PIB anual apenas supera los 600.000 millones de dólares.

Tanto Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, la candidatura presidencial y vicepresidencial del kirchnerismo, como el peronismo moderado (Sergio Massa o Juan Schiaretti) consideran inevitable una renegociación de plazos con el Fondo. El Gobierno parece contemplar otra vía, no muy distinta: la de negociar un crédito adicional para hacer frente a esos dos años críticos y prolongar, por tanto, la relación de dependencia/tutela con el organismo internacional. Está por ver lo más importante en la ecuación: quién presidirá Argentina en ese momento. Si es todavía Macri, contará con el respaldo de Washington, sea Donald Trump u otro el presidente: la Argentina liberal del macrismo es vista como un aliado estratégico, de ahí la generosidad mostrada por el FMI.

Por ahora, el futuro inmediato no depara más que sacrificios. La caja del supermercado seguirá siendo el altar donde se oficia el lento ritual de la austeridad doméstica: se despliegan vales de descuento, se negocian plazos, se prescinde de algún producto si la cuenta total es demasiado alta. El invierno será frío, porque el aumento de las tarifas de gas y electricidad (entre el 300% y el 600% durante el mandato de Macri, a partir de las tarifas bajísimas y subvencionadas del kirchnerismo) hace prohibitiva la calefacción en muchos hogares. Y Raúl Alendre tendrá que pegarse en el cuadrilátero, a sus 37 años, con el sueño de conseguir que alguien le llame del extranjero y le ofrezca una pelea pagada en dólares.

 

Una exposición limitada

Un nutrido grupo de empresas españolas tiene negocios en Argentina. Sin embargo, solo para firmas como Dia, Codere o Prosegur el país sudamericano es uno de los principales motores de sus ingresos. Entre los grandes de la Bolsa, los que más exposición tienen a esta economía son Telefónica, Santander, BBVA, Naturgy y Mapfre, pero el peso de esta economía para ninguno de ellos va más allá del 6% de los ingresos. “La relación económica entre España y Argentina es limitada: Argentina apenas supone un 1% del total del comercio exterior español”, recuerda Nereida González, de Afi. Juan Ruiz, economista jefe de BBVA para Latinoamérica, confía en que en los próximos trimestres el PIB local se recupere: “El préstamo del FMI eliminó la incertidumbre sobre la financiación pública y permite hacer los ajustes de forma ordenada”.